Este es mi ensayo de responder a la pregunta “Tú te levantas, ¿y qué haces?” de Noé Olbés en su Newsletter “Eso que haces” en Substack, que es uno de esos boletines, para nombrarlos en español, a los que llego de una u otra forma y que terminan inspirándome para escribir-o creer que puedo escribir- yo también.
Es verdad que todo se reduce a lo que hacemos en un día normal, léase día sin muchas arandelas, léase día sin aditivos, es decir, no vale “día del cumpleaños”, ni “día que llega la mamá de viaje y entonces la rutina cambia porque todo gira en torno a esperarla y recibirla”, ni “día de guayabo o resaca o cruda o lo que sea que autorice a estar en la cama todo el día.” Es difícil llegar a esa rutina del día normal, porque uno puede recordar y contar lo que hizo hoy, o lo que hizo ayer, pero eso no es igual que sacar el promedio -literario-de lo que uno hace en un día normal.
Desde que llegué a Barcelona mi día normal es además bastante alejado a lo que era cuando trabajaba en una aseguradora en mi ex-vida de ex-abogada, pero como aquí vivo mis días normales hace un tiempo, entonces intentemos promediar los días en esta nueva realidad. Ese día normal empieza con una alarma que simula a un montón de pajaritos cantando a las seis de la mañana. Los ignoro quince o veinte minutos, hasta que suena la alarma que tiene nombre “Ya es hora de pararse de la cama” que es la que me indica que, si no me paro de un solo brinco de la cama, llego tarde y me echan.
Dependiendo de la cantidad de minutos que haya ignorado a los putos pájaros de la alarma, mi mañana empieza desayunando pan con aguacate o no; meditando o no y -a veces, sobre todo ahora que es invierno-bañándome o no. Uf, qué duro admitir que a veces el miedo a perder el trabajo hace que la prioridad sea, precisamente, el trabajo sobre el aseo personal. Estamos sacando un promedio literario, pero la verdad es que ese promedio sí incluye la gran mayoría de mañanas una mujer lavada de cara y cuerpo y dientes antes de salir de su casa.
El día normal empieza con música, eso sí es una constante. Lo que varía es la playlist, el género, el sentimiento que quiero exaltar porque si estoy triste obviamente me despierto con música que me haga llorar desde que saco un pie de la cama. Ahora, digo hoy, digo ayer, digo todos los días desde que salió, he escuchado ON REPEAT todo el álbum nuevo de Debí Tirar Más Fotos de Bad Bunny. La rutina es poner el celular en una de las repisas del closet y vestirme, después coger el celular de la repisa, guardarlo en el bolso y ponerme los audífonos para seguir escuchando la música que escogí para el respectivo día normal y caminar hasta la estación del metro, que siempre es Virrei Amat aunque me queda igual de cerca Fabra i Puig.
Promediando la rutina, puede pasar una de tres cosas mientras estoy en el metro. Una es que lea el libro “de turno” -que ahora es Burning Questions de Margaret Atwood, otra es que escuche música o podcast -cuando amanecí medio intelectual o medio interesada en la política colombiana, y otra es que me quede dormida. Si escojo leer, hago lo que sea por conseguir silla en el metro y evito a toda costa hacer contacto visual con la viejita que se ve toda encartada o con la mujer embarazada que me mira cansada con una mano detrás de la espalda y la otra sobre la barriga que tengo que voltear a verle.
La rutina de contar, limpiar, ordenar, guardar, sacar, entregar, recibir y cargar audioguías es muy difícil de explicar. Digo difícil porque es difícil reconocer que ese es mi trabajo, y es difícil porque da pena, es decir vergüenza: es un trabajo mecánico y alienante. Pero es un trabajo para el que de ninguna manera puedo llegar tarde, y es un trabajo que además me exige tener una buena cara con una sonrisa en todos los idiomas, y eso cansa. Pero ese es otro tema, para otro ensayo. El día normal es entonces un día en el que todo eso ocurre, antes de ir a la universidad y pensar en cosas que quiero escribir.
¿Pero entonces a qué hora escribo? Si digo que soy escritora y esto es lo que hago cuando me levanto, ¿entonces a qué hora escribo? Si estudio y soy migrante, si cumplo con trámites de visa y pago arriendo y limpio y cohabito y hago mercado y cocino y lavo ropa, ¿entonces a qué hora escribo? Creo que en un día normal, de promedio literario, escribo cuando pienso cosas, cuando pienso y miro a la mujer embarazada que ignoré en el metro, cuando imagino su vida y la continúo mientras camino por las diferentes plantas del Museo y entonces pienso en su vestido hasta las rodillas gorditas y cansadas porque no la dejé sentarse en las sillas de asiento prioritario, en los zapatos grises que se le rompían por la suela aguantando la hinchazón del cuerpo gestante, y en que la única persona que la acompaña a sus citas de control es su hermana, no su marido, porque su hermana es la única que le sostiene fuerte la mano, con contundencia, no como su marido que es un pusilánime que quién sabe cómo la embarazó. Y entonces escribo cuando pienso en esas cosas y me doy cuenta que siempre miro lo mismo, que siempre me fijo en lo mismo, y que el promedio literario de mis fijaciones son las obsesiones que se vuelcan en mi escritura cuando hay tiempo después de todo lo que hago desde que me levanto.
Por un año de encontrar el espacio y el tiempo para volcar nuestras obsesiones 💌
Mirar lo mismo y obsesionarse con lo mismo, que lindo todo eso. Gracias por publicar lo que escribes y por enseñarme que hay voces que necesitan de la escritura para vivir ⭐️